martes, 9 de diciembre de 2008

Hace unos días, mientras pensaba en el tema de un trabajo que tenía que escribir para esta misma clase, recordé una historia que no por espeluznante deja de ser verdadera. Luego de meses de idas y venidas, de intentar a toda costa quedarme en España con mis hijos para siempre, tuve que partir. Las circunstancias que me llevaron a irme de Estados Unidos no vienen al caso. Lo que sí puedo decir es que cuando me fui, con un hijo en cada mano, llevaba el alma hecha trocitos. Luego de un año y medio, por nada del mundo quería volver. Sin embargo, por cosas de la vida, me vi obligada a hacerlo. De todas las cosas que me han pasado en esta vida, creo que ese viaje puede bien llamarse la peor, y no por el hecho de tener que volver en contra de mi voluntad, ni por los temores que inducía el no saber qué esperar de la vida, el no saber que esperaba la vida de mí. En ese viaje viví la angustia más grande, más trágica, más horrorosa que hubiera podido imaginar. A continuación les explicaré por qué.
El viaje de regreso comenzó a las cuatro de la madrugada, cuando dejé el pueblito de Tarragona donde había pasado los últimos dieciocho meses de mi vida junto a mis hijos y cerca de mi madre, aislada del mundo y sus problemas, buscando una paz que sosegara las angustias con las que partí de aquí. Llegamos al aeropuerto de Barcelona casi dos horas más tarde. Estaba repleto a pesar de la hora, y yo miraba a mis niños, tan chiquitos, y me preguntaba si todos los viajeros extraviados del mundo habían decidido partir el miso día. Luego de más de una hora en la cola y las obligadas despedidas, nos dirigimos los tres a nuestra sala de embarque. Allí debíamos estar como mucho una hora, para tomar el vuelo que nos llevara a Madrid y de ahí hacer la conexión a Washington. Sin embargo, el tiempo transcurría inútilmente, ya que nuestro vuelo no partía nunca.
Luego de tres horas finalmente embarcamos. Claro que a esa altura no costaba mucho adivinar que íbamos a perder nuestra tan esperada conexión. Mis hijos, de cuatro y cinco años, estaban agotados, y eso que aún no había pasado ni la cuarta parte de nuestro viaje. Al llegar a Madrid, corrimos, literalmente, al mostrador de Iberia, donde muchos como yo trataban de resolver su situación. Como no es poco común en estos casos, se fueron armando grupitos que abogaban por cosas diferentes, un hotel, un descuento, una solución. Nosotros nos unimos al grupo de los que querían partir esa misma noche. Aparentemente, si nos apurábamos, podríamos tomar un vuelo a Londres, y de ahí partir destino Washington esa misma noche.
Yo soy de decisiones drásticas y naturaleza impaciente. Si iba a irme, quería irme ya mismo, costara lo que costara. Una noche sola con mis niños en un hotel de Madrid me parecía prolongar más el inevitable dolor del adiós. Mi grupito logró su cometido, y tras otra maratón, logramos embarcar destino Londres. Aquellos que han estado en el aeropuerto de Heathrow sabrán que es gigantesco, especialmente después de quince horas de viaje y con un niño pequeño en cada mano. Llevábamos el tiempo justo, por lo que tuve que correr con mis chiquitos en brazos para no perder el dichoso avión.
Mis compañeras de grupo (de aquel grupo que habíamos formado allí en Barajas) embarcaron sin problema. Entonces nos tocó el turno a nosotros. Ante mi sorpresa no se pudo, no puede, me decía la chica, en España se olvidaron de darle un papelito verde, que British necesita para cobrarle a Iberia. No pueden subir. A todo esto eran ya como las nueve de la noche. Yo quería llorar, y de hecho me puse a llorar. Me senté en el aeropuerto y estuve llorando un rato, hasta que un amable auxiliar de vuelo de British Airlines nos mandó a caminar otra vez por todo el aeropuerto para conseguir un cuarto de hotel y los boletos para el día siguiente.
El hotel, precioso, lástima las circunstancias. Teníamos dos cuartos gigantescos conectados por una puertecita, un ventanal gigante desde donde se veía la ciudad, en fin, precioso. Mi hijo menor, Diego, llegó dormido. Miguel y yo lo acostamos, comimos algo, y nos dormimos también. Me levanté temprano, mientras ellos aún dormían, y me bañé. Desde la ducha escuché un ruidito, pensé que alguno de ellos se habría despertado, pero luego ya no escuché nada más y me quedé tranquila. A medio vestir, como es mi costumbre, salí del baño. Cuando entré al cuarto donde supuestamente dormían mis hijos, descubrí la terrible realidad. Miguel, mi primogénito, dormía plácidamente, pero Diego había desaparecido. Sus sábanas, como en una película macabra, estaban desdobladas a la perfección, el hueco de su cuerpecito de cuatro años todavía tibio.
Me desesperé. Comencé a llamarlo. Lo busqué en el otro cuarto, en el de la puertita. Lo busqué en el armario. Pensé que a lo mejor mientras yo buscaba en un cuarto el se había metido en el otro y nos desencontramos, así que volví a su cuarto, con la esperanza de hallarlo en su camita, durmiendo plácidamente. Pero Diego no estaba. Mi bebé, mi nene lindo, mi chiquitín había desaparecido, y en un segundo miré la ciudad por la ventana gigante, los coches que pasaban, la gente caminando, y me desesperé aún más. Donde estás, recuerdo que decía, donde está. Desperté a Miguel y en un instante salí con él del cuarto, sin saber ni siquiera a donde dirigirme.
Entonces me acordé. Si mi hijo estaba en algún sitio de ese hotel, si había salido por la puerta, tenía que estar filmado por alguna de las cámaras. Las ideas me venían inconexas y me impulsaban a seguir, con mi otro hijo bien aferrado a mi mano y el pelo empapado todavía. Caminaba yo buscando la manera más rápida de llegar a la recepción cuando vi a un joven de uniforme. Le pregunté si trabajaba en el hotel, me contestó que sí, que qué necesitaba. Trataba de explicarle lo que necesitaba, quería contarle la terrible atrocidad de lo que había sucedido. Sin embargo, lo único que lograba articular era mi hijo, mi hijo, mi hijo. El chico entonces me preguntó, en inglés, si por casualidad no era yo la madre de Diego. Diego, que hermoso su nombre en aquel segundo. Diego mi hijo, mi amor, mi vida, Diego, donde está. El muchacho me explicó que un empleado lo había encontrado hacía un rato llorando por los pasillos, y lo llevó de inmediato al vestíbulo.
Caminé, corrí, volé. Llegué a la entrada del hotel. Sentadito, con un empleado a su entera disposición, estaba mi pequeño príncipe extraviado, serio y solemne como sabe actuar cuando desconfía de su alrededor. No lloraba, no gritaba, no trepaba por los sofás. Estaba sentadito y serio, y yo grité su nombre. En ese momento, solamente importábamos nosotros. Me miró con todo el amor que puede mirar un hijo a su mamá, como seguramente lo miré yo a él. Corrió a abrazarnos y se puso a llorar. El mundo es nuestro, chiquitos, pensaba yo, mientras los apuraba ya que ahora más que nunca sabía que en cualquier lugar del mundo, lo más valioso viajaba conmigo.

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